FRANCESC REGUANT || EL PAÍS, 28/XII/07
En años recientes los atávicos estereotipos rurales se han hecho añicos a golpes de realidad. En Cataluña se ha estabilizado la población agraria. La población rural crece y se reequilibra el territorio. Son las zonas rurales las que gozan de mayor renta disponible por habitante. La agricultura es el sector que más aumenta la productividad en los últimos años (probablemente porque partía de una situación mas rezagada). En el terreno de la sostenibilidad y la seguridad alimentaria, la aplicación de modernas tecnologías ha permitido la reducción del uso de fertilizantes y pesticidas, y progresos evidentes en sanidad vegetal y animal.
Sin embargo, algo también ha cambiado: el mundo urbano y el mundo rural ocupan hoy el mismo territorio. La mejora de las comunicaciones ha permitido la deslocalización industrial hacia zonas tradicionalmente rurales y se ha diversificado la economía rural con predominio de los sectores de la industria y los servicios. Se ha descubierto el ámbito rural como proveedor de servicios a la población urbana: agroturismo, deporte ligado al territorio, educación ambiental y naturista, revalorización de actividades tradicionales, etcétera.
Este redescubrimiento de la realidad rural ha ido acompañado, como hecho positivo, de una mayor conciencia medioambiental y paisajística, pero asumida desde una perspectiva urbana a través de una cultura idílica e idealista sobre la naturaleza y su uso. El espacio rural ha pasado a ser el jardín del urbanita, generando relaciones competitivas con su vecino el agricultor. Existe una creciente y temeraria desconsideración del uso agrario del territorio. No se tiene en cuenta el papel medioambiental del agricultor (difícil de sustituir por un ejercito de funcionarios). Y por supuesto, el agricultor es el culpable de un sinfín de incomodidades, entre ellas, los malos olores, la contaminación de las aguas y las agresiones al paisaje con invernaderos y granjas que desentonan.
Se están popularizando mensajes preocupantes, por ejemplo que la agricultura consume abusivamente la mayor parte del agua de que disponemos. Un mal reparto, según parece, que pone en dificultad el agua para la piscina privada. No parece observarse que se necesitan unos 60 litros de agua para producir un melocotón. Podríamos preguntarnos cuantos metros cúbicos de agua se necesitan para llenar nuestra nevera, dando por sentado que preferimos comer a bañarnos en la piscina. Claro está que podemos producir los alimentos en países con abundancia de agua y trasladarlos a nuestro frigorífico mediante transportes adecuados. En este caso deberemos preguntarnos cuántos litros de petróleo necesitamos para llenar nuestra nevera y en cuánto contribuimos al cambio climático global, y con ello, a que haya menos agua dulce y más dificultades para el proveimiento de alimentos a toda la población mundial.
Es necesario un pacto campo-ciudad como encuentro presidido por la madurez, so pena de terminar siendo unos nuevos ricos inconscientes de nuestras opciones insostenibles. Se trata de reconocer, por una parte, la importancia estratégica de la actividad agraria; de establecer las lógicas prioridades sobre la ocupación del territorio, dejando de considerar el espacio rural como mera reserva de espacio urbano, y de aprovechar las oportunidades que este acercamiento permite. Por otra parte, hay que reconocer y progresar en la resolución de los desajustes medioambientales, actuando con severidad ante algunos deterioros graves y prestando la debida atención a lógicas aspiraciones de confort y calidad residencial en la sociedad del siglo XXI. Pero no nos engañemos confundiendo voluntad con posibilidad. Ni todo el espacio urbano e industrial va a ser un oaseo de Gràcia, ni todo el espacio agrario va a parecer un parque natural. Sin olvidar que no hay forma de llevar un bistec a la mesa sin previamente contar con un animal que bebe, come y ensucia.
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