diumenge, 28 de setembre del 2008

Per què encara estem a Afganistan?

GUILLEM SANS MORA - Berlín
PÚBLICO, 26 de septiembre de 2008

El diputado democristiano alemán Willy Wimmer, de 65 años, visitó en numerosas ocasiones Afganistán, Pakistán y sus países vecinos entre 1995 y 1998, por encargo del entonces canciller Helmut Kohl. Ahora, en contra de la línea de su partido, en el Gobierno de la canciller Angela Merkel, reclama la retirada inmediata de las tropas alemanas de Afganistán, porque sospecha que Estados Unidos no tiene interés en terminar esta guerra.

¿Cómo le miran sus compañeros democristianos en el Bundestag (la Cámara Baja del Parlamento) por defender una posición contraria a la del Gobierno?

He vivido otros tiempos. Durante la guerra de Yugoslavia era completamente diferente, había que contar con consecuencias. Hay compañeros que me dicen: pensamos igual que tú, pero tenemos tal o cual puesto en el Gobierno o en el grupo parlamentario, y por eso no tenemos margen de maniobra. Algunos han estado desde el principio contra esta intervención, y no ocultan su opinión.

¿Qué impresión destacaría de los años en que visitó a menudo esos países?

Me pareció increíble y alucinante que estadounidenses, saudíes y paquistaníes alumbraran a los talibanes y los usaran para defender sus intereses estratégicos en Afganistán. Los talibanes tenían entonces el encargo de penetrar hacia el norte desde Pakistán, a través de Kandahar y Asia Central, para defender las rutas de suministro de petróleo y gas que llevaban a India desde Afganistán y Pakistán. No se puede crear un peligro para combatirlo a continuación. Creo que nuestros aliados, especialmente estadounidenses y británicos, deberían dejar de implicarnos de esta manera.

Algunos autores sugieren que la CIA apoya a los talibanes para mantener inestable Afganistán y Pakistán. ¿Le parece plausible?

En mi último viaje a Islamabad y Kabul, la primavera del año pasado, representantes de los servicios de información paquistaníes me dijeron que seguía habiendo contactos entre EEUU y los talibanes. Si se trataba de la CIA, eso no lo sé, pero cuando interlocutores oficiales paquistaníes me lo dicen, y en presencia de nuestro embajador, entonces sólo puedo decir que esa tesis no es despreciable.

¿Arrojan esos contactos nueva luz sobre la reciente evolución del conflicto, con la extensión de la guerra a territorio paquistaní?

No quiero relacionar esos contactos con la situación actual, pero hay que saber que existieron para entender quién colabora con quién. La situación en el noroeste de Pakistán y en el sur de Afganistán no es completamente independiente de estas cosas, pero también tiene una dinámica propia. No subestimo en absoluto el componente de Al Qaeda, pero debo preguntarme: si nosotros los alemanes, o la OTAN, podemos localizar exactamente a los que apoyan a Al Qaeda en esa zona con nuestras capacidades tecnológicas, no entiendo que todo siga igual. Creo que los países occidentales lo simplifican todo. La cosa funciona según conceptos de lucha acuñados por EEUU que nos hunden cada vez más en la ciénaga afgana, con consecuencias imprevisibles. Me cuento entre quienes no descartan por completo que estemos en Afganistán, no solo por el 11 de septiembre, sino para usar Afganistán como zona de entrenamiento de tropas para futuros conflictos en toda la región.

¿Habla de los alemanes?

No, de todos. De todos. Futuros conflictos: Irán, Pakistán, India, China. Generales británicos dijeron hace un año aquí en Berlín, en un encuentro público con el ministro de Defensa alemán, que había que prepararse para 40 años de guerra en Afganistán. Y ahí sólo puedo decir: esto no puede ser. Tras siete años de guerra, hay que preguntarse realmente qué hacemos y cómo salimos. Canadá ha anunciado que se retira en 2011. Holanda también se lo está pensando. Cuando empiece esta avalancha, también otros se irán. No creo que nuestra sociedad esté de acuerdo con seguir en guerra 40 años sin saber para qué.

¿Está interesado EEUU en mantener la inestabilidad en Afganistán y Pakistán?

El presidente afgano, Hamid Karzai, me dijo en mi última visita a Kabul que EEUU hubiera podido terminar esta guerra hace cuatro años, pero no lo hizo porque tenía sus motivos. Si esto es así, hay otra razón para terminar nuestra presencia allí. Si nuestros aliados estadounidenses no tienen ningún interés en la pacificación y la retirada, me parece contraproducente permanecer ahí.

¿Asumen EEUU y la OTAN víctimas civiles para mantener esa inestabilidad?

No puedo sacar esa conclusión porque no tengo pruebas. Pero en Afganistán no puedo distinguir entre civiles y combatientes, es el mismo problema que en Vietnam. Al final, todo acaba en contar muertos. Si se asume esa alta cifra de civiles muertos, hay que añadir a la cuenta que en Afganistán existe la venganza de sangre. Y esto lo saben militares, diplomáticos y las ONG.

¿Cómo sería una retirada razonable?

El Gobierno debería mirar cómo lo hizo España al retirarse de Irak, y cómo quieren hacerlo Canadá y Holanda de Afganistán. No puede ser que estemos en el octavo, noveno, décimo año de guerra sin tener respuesta sobre su sentido. Estoy convencido de que ,si las cosas siguen así, el apoyo social a la OTAN en Europa va a caer rapidísimamente. Si siguen aumentando las víctimas militares y civiles, la gente dejará de entender a la OTAN. Si Canadá y Holanda empiezan a retirarse, ¿querrá el Gobierno alemán seguir entre los tontos? ¿Querremos ser los últimos?

dijous, 11 de setembre del 2008

Letrilla de una letrina

Me presento en un café de nombre italiano en la plaza Vicenç Martorell, en el Raval barcelonés. Entro apuesto hacia dentro empujado por las necesidades fisiológicas, que me apremían puntuales después de comer. La camarera, hábil ella, me corta el paso y me pregunta qué deseo. Le digo que ir al servicio y también un café con leche. Ella me responde que me siente que ahora estan limpiando los lavabos. Cuando me trae el café -que me cobra en el acto- me da luz verde. Se lo pago con despecho, con la dignidad del que no quiere reconocer la derrota, sin mirarla, y sigo leyendo un par de artículos que ahora me entretienen. Acabado el ritual, cruzo el bar y subo unas coquetas escaleras. En las puertas de los servicios no hay retratos de escritores aún vivos, como le pasó a Manuel Vicent, sino retratos de Modigliani. Giro el pomo de la puerta con el retrato masculino y para mi sorpresa tengo que tirar y no empujar hacia dentro, como es costumbre. La razón es clara: no hay dentro posible. El váter, sin tapa alguna, ocupa practicamente todo el habitáculo y su fondo acuoso se asemeja a un pozo y yo una más que posible víctima. Nos introducimos cual gordo en una cristalería mi mochila y yo. Voy a cerrar el ataúd con servicio de expulsiones cuando me percato que, por no haber, no hay esa materia polisacarída que tantos buenos beneficios hace al conjunto de los humanos. Salgo, pues, en la búsqueda de papel higiénico. Fuera no está así que me dirijo al servicio de mujeres, por lo que no tengo que andar mucho por lo cercano (europeo, diría Stenier) que resulta todo. Saludo a la mujer de cuello largo de la puerta, abro la puerta y me encuentro con otra liliputiense letrina con, ésta sí, un enorme rollo de váter de esos industriales. Lo cojo sin más, vuelvo a mi cáscara de nuez. Me atrinchero dudando de si cabemos todos: mi mochila, el váter, el rollo y yo (si no cabiéramos, no sé a quien dejaría fuera). Me bajo los pantalones y los calzoncillos y me siento en el trono. Para entretenerme compruebo que llego a tocar con mi nariz a la puerta -¿cuántas narices habrán comprobado lo mismo?- y que la apertura inferior de la puerta es demasiado alta para la -atención, hipérbole- poca distancia. Imagino la visión de mis zapatos, mi cinturón y mis pantalones desdel otro lado de la puerta, donde seguro que el tiempo va más lento (la relatividad del tiempo depende del lado de la puerta). Siempre he temido que un granuja me tire del zapato o del cinturón en ese momento. El susto sería mayúsculo. Un calor sofocante me oprime aún más en la cápsula y me doy prisa. Recojo con una elasticidad de gimnasta rusa y me precipito armónicamente fuera del váter model Estación Internacional, más estecho que Gibraltar y más ancho que Castilla. Siento la risa de los de Modi mientras desciendo las coquetas escaleras.

dilluns, 1 de setembre del 2008

¿Leer sirve para algo bueno?

LUISGÉ MARTÍN, supl. Babelia, El País, dissabte 30 d'agost del 2008

La ópera ha sido considerada siempre el espectáculo artístico más completo y refinado. Aúna música, literatura y teatro. Para disfrutarla hay que ser una persona cultivada y tener educadas todas las capacidades estéticas. Es necesario, además, poseer una sensibilidad especial. Podríamos decir, por lo tanto, que los amantes de la ópera forman parte de un linaje extraordinario. De una quintaesencia humana. En febrero de 2001, sin embargo, los socios del Círculo del Liceo de Barcelona -quintaesencia de la quintaesencia- decidieron rechazar el ingreso en el club operístico de las diez mujeres que, después de siglo y medio de absoluta hegemonía masculina abolida en unos nuevos estatutos, habían solicitado la admisión. Entre esas mujeres -por si alguien duda de sus méritos- estaba Montserrat Caballé. Es decir, los seres más sensibles, los que se conmovían hasta el retorcimiento del alma con la música de Verdi, con la voz doliente de María Callas o con las quejas de amor de Madame Butterfly, se comportaban en la vida real como gañanes de taberna.

Este suceso, excesivo y paradigmático, es un exordio vistoso, pero resulta fácil encontrar diariamente muchos otros ejemplos que nos obligan a plantearnos si la cultura contribuye a iluminar las ideas o si, por el contrario, sirve sólo para empachar las mentes y emponzoñar los ánimos. Uno de nuestros novelistas jóvenes más eximios, a quien se le debió de aparecer una virgen en algún camino de Damasco, como a Fernando Arrabal, escribe cada semana en los periódicos sesudos y floridos artículos en los que igual pone en cuestión la teoría de la evolución -"siempre me ha llamado la atención la rotundidad con que se suele negar la intervención del misterio cuando se trata de explicar el origen del hombre; pero lo cierto es que, si existe un momento en la historia del universo en que parece más que probable la intervención del misterio, es precisamente el momento en que el hombre irrumpe en el mundo"- que describe con extraño discernimiento las sociedades modernas -"matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera"-. A algunos otros escritores, no menos eximios, les vemos participar en tertulias televisivas diciendo disparates y simplezas que sólo mejoran las de los invitados de Salsa rosa en el rigor de la gramática y en la riqueza del vocabulario. Y aquellos a los que no se les ha aparecido ninguna virgen ni han sido invitados a ninguna tertulia no pueden tirar tampoco la primera piedra. En el sector editorial y en el mundo literario -un castillo de hombres cultos, de cultivadores de ese gran bien espiritual que es la lectura- se encuentra la mayor concentración de individuos biliosos, marrulleros, hipócritas, envanecidos, desequilibrados y tortuosos que conozco. Incluyéndome, por supuesto, a mí mismo.

La gran obra de la literatura española cuenta la historia de un pobre hombre que, empachado de libros, salió a recorrer el mundo escudado por un analfabeto que no había leído ninguno. Todos conocemos las peripecias que les ocurrieron. Todos sabemos quién creaba los problemas y quién los resolvía luego; quién era soberbio y quién humilde; quien contemplaba la realidad y quién veía únicamente sus propias fantasías y vanaglorias. Que cada cual elija un modelo, pero que no haya excusas: todos los libros son de caballerías.

No quiero hacer menosprecio de corte y alabanza de aldea, y ni siquiera estoy seguro de si soy abogado de dios o del diablo, pero desde hace años tengo la sospecha de que la lectura es menos benéfica de lo que se proclama continuamente con altavoces y pregoneros. O incluso que es dañina, que resabia. Hay dos virtudes que nadie le puede negar: su ejercicio produce un placer estético que sólo es superado por los que producen los de la música y la sexualidad; y desarrolla, instrumentalmente, las capacidades de comprensión y de construcción textual, que sirven para leer el prospecto de un medicamento, para redactar una carta o una reclamación, o para poder estudiar mecánica de automóviles o mecánica cuántica. Es decir, la lectura tiene una utilidad sensorial -si hay utilidades así- y una utilidad práctica -valga el pleonasmo-, pero tal vez no tenga ninguna utilidad ética, que es la que más se pregona. "Los libros nos hacen libres", decía uno de los eslóganes publicitarios con los que el Ministerio de Cultura trataba de concienciarnos de los beneficios de leer. "El nacionalismo se cura viajando y leyendo", proclamaba Juan María Bandrés en aquellos años en los que se pensaba aún que las barbaridades de ETA eran cometidas sólo por ignorantes sin formación. Como Sócrates, en suma: "No hay hombres malos, sólo hay hombres ignorantes". Y continuamente escuchamos hablar con desprecio o conmiseración de aquellos que no leen o que leen productos como El código Da Vinci o La catedral del mar y no a Borges, a Paul Auster o a Vasili Grossman, que son algunos de los autores que al parecer nos hacen más libres y menos abertzales.

Es decir, los apóstoles de la lectura hemos creído siempre que a través de ella se crearía un mundo más justo, más tolerante, más inteligente y más pacífico. Más humano, en suma. Hemos creído que alguien que se conmoviera con las desdichas adulterinas de Anna Karenina y el Conde Vronski no podría luego, por ejemplo, llamar alimañas a quienes cometen una infidelidad o se divorcian. Que quien se emocionara sumergiéndose en el alma insatisfecha de Emma Bovary no sería capaz de pegarle una paliza a su mujer o de negarle el ingreso en el Círculo del Liceo a Montserrat Caballé. Que aquel que se estremeciera al conocer la vida de Primo Levi en Auschwitz o la de Anna Frank en Ámsterdam no tendría ya nunca la desvergüenza de -pongo por caso- votar a Batasuna, apoyar la guerra de Irak, defender Guantánamo o enmascarar con palabrería libertaria la dictadura cubana. Hemos creído siempre, en fin, que los libros eran el manual de instrucciones de la naturaleza humana y que quien leía terminaba descifrando sus mecanismos y mejorando su rendimiento. Pero a la vista está que hemos creído mal.

A los niños y a los adolescentes les instigamos casi enfermizamente a que lean, anunciándoles las siete plagas si no lo hacen. Pero habría que preguntarse si esa obsesión está justificada por tantas plagas como decimos. ¿Son menos corruptos los que leen? ¿Son menos despóticos en sus trabajos o en sus casas? ¿Respetan más las señales de tráfico? ¿Sienten menos cólera, saben dominarla mejor? ¿Tienen mayor clarividencia política? ¿Son menos violentos? Hace años leí un artículo -seguramente de algún norteamericano extravagante- en el que se sostenía que entre los individuos de mayor nivel cultural estaban más extendidas las prácticas sadomasoquistas. No quiero poner de ejemplo a Hannibal Lecter, pero creo que la duda es razonable.

Son no obstante los razonamientos desvariados de este texto, sin duda, la mejor prueba de que leer -lo hago mucho- no siempre trae provecho. -