PÚBLICO, 6 de juny de 2008
Pocas cosas en el mundo actual me parecen tan sorprendentes como la contradicción interna que la política abriga. Por una parte el manifiesto fracaso del capitalismo para resolver los graves problemas sociales de la humanidad y, por otra, la creciente ceguera para percibir este fracaso y reaccionar ante él. ¿Es la que denunciaba Saramago en su lúcido Ensayo sobre la ceguera? Y en esta ceguera se mueve a tientas una izquierda que ha perdido el vigor de sus grandes convicciones, aquellas con que se erguía anunciando la posibilidad de un mundo mejor.
Cuando me he referido al fracaso del capitalismo no aludía, ciertamente, a sus beneficiarios. El orden actual, con toda su injusticia, constituye un enorme éxito que corona triunfalmente sus luchas, especialmente virulentas desde los ochenta, bajo la dirección de la trinidad Reagan, Thatcher, Wojtyla. Ni pienso sólo en la actual crisis mundial. Las periódicas crisis forman parte de la dinámica del capitalismo, como ya vió Marx.
Pensaba en el panorama desolador, que, en medio de un enorme desarrollo científico y técnico, se extiende ante nuestros ojos, cuando contemplamos la sociedad planetaria, con los mil millones de seres humanos que sufren el flagelo del hambre, en el Tercer Mundo, y en las bolsas de miseria del Primero, y con muchos más que llevan una vida inhumana. Y que, cuando tratan de huir de la miseria, se encuentran con los muros levantados por el Primer Mundo. Todo ello mientras no faltan alimentos, sino las medidas que, permitan desarrollar su producción y distribución, obstaculizadas por los intereses de las multinacionales. Hace ya años René Lenoir lo documentaba en su lúcido libro Le Tiers Monde peut se nourrir. Y Susan George explicaba que la raíz del hambre mundial no se encuentra sino en el precio especulativo de los alimentos. Hoy el Primer Mundo, más preocupado por el funcionamiento de sus vehículos que por el hambre, ha descubierto los biocombustibles. Pero, como recientemente explicaba Ziegler, con la cantidad de maíz que es precisa para llenar el depósito de un coche se podría alimentar, durante un año, no a la “niña de Rajoy”, pero si a un niño o niña mejicanos.
Y pensaba en los hirientes contrastes que en el mundo industrial se dan entre las clases sociales. Según el economista Stiglitz, “a finales del siglo XX el número de pobres aumentó en cien millones, al mismo tiempo que la renta mundial total crecía según un promedio del 2,5”. Todo un fracaso del devotamente cantado desarrollo, que obliga a pensar, más allá de los lugares comunes que se han impuesto a las mentes. Porque a la incapacidad para contemplar la realidad se une la asunción de los más viejos tópicos de la derecha, triunfantemente lanzados por los beneficiarios del actual orden, y asimilados por políticos y pensadores que se consideran progresistas y por las resignadas multitudes, incapaces de luchar por una sociedad mejor. Recordando el concepto de hegemonía ideológica de Gramsci hemos de reconocer que la derecha se ha impuesto en este terreno de combate, del cual es preciso desplazarla.
El primero y decisivo de estos victoriosos tópicos es la afirmación de que no existe más manera de organizar la vida económica y social que la representada por el capitalismo. Incluso mentes tan críticas y documentadas como la de Vidal Beneyto mantienen que no cabe otra posibilidad sino escoger entre las diversas formas del capitalismo, representadas por Europa, por EEUU y por China, pronunciándose a favor del modelo europeo. Pero en la realidad de la Unión Europea se acusa un creciente deterioro de los avances con que la socialdemocracia, aun sin tratar de eliminar el capitalismo, pretendía hacerlo algo más habitable mediante medidas sociales de protección a los más desfavorecidos. Un exponente de ello es la propuesta de la jornada de sesenta y cinco horas, en que culmina la agresión a los trabajadores que Lidia Falcón ya exponía lúcidamente en su libro, Proletarios del mundo, ¡rendíos!
Hoy día nuestro presidente del Gobierno Central ha declarado que no piensa tomar ninguna medida que suponga una intervención en el mercado. La idea de que el mercado está gobernado por un mano mágica que produce el universal beneficio es otro de los grandes tópicos difundidos por la derecha que falsean la realidad. Ya hace muchos años Einaudi demostró cómo los oligopolios dominaban el espacio mercantil y, en nuestros días, cada mañana nos sorprende la noticia de una fusión de grandes empresas, llamadas a aumentar a nuestra costa sus beneficios, imponiéndose en el mercado.
La libertad que la Revolución Francesa reclamaba para el ciudadano y Olimpia de Gouges exigía para la ciudadana, la que Marx vindicaba cuando afirmaba que “el libre desarrollo de cada uno es condición del libre desarrollo de los demás”, se ha convertido, hecha caricatura esperpéntica, en libertad de la empresa para incrementar sin límite sus beneficios, falta de control social. Y al mismo tiempo se extiende la mitología de la privatización, que en nuestra Comunidad madrileña bajo la dirección de Esperanza Aguirre, trata de arrollar la sanidad y la enseñanza públicas y arrinconar a la Universidad abierta a toda la población. Y en una práctica ampliamente extendida se convierte en “externalización de servicios” que aumentando costes, sólo benefician a las empresas privadas.
Hace tiempo escribí que la izquierda, tras sus derrotas, estaba presa del síndrome de Estocolmo. Y, sin embargo, nunca sus ideales y su proyecto han sido tan necesarios. Como afirmaba Rosa Luxemburgo, “socialismo o barbarie”. Y hoy nos invade la barbarie.
Carlos París es filósofo y escritor. Su último libro es Memorias sobre medio siglo
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