Me presento en un café de nombre italiano en la plaza Vicenç Martorell, en el Raval barcelonés. Entro apuesto hacia dentro empujado por las necesidades fisiológicas, que me apremían puntuales después de comer. La camarera, hábil ella, me corta el paso y me pregunta qué deseo. Le digo que ir al servicio y también un café con leche. Ella me responde que me siente que ahora estan limpiando los lavabos. Cuando me trae el café -que me cobra en el acto- me da luz verde. Se lo pago con despecho, con la dignidad del que no quiere reconocer la derrota, sin mirarla, y sigo leyendo un par de artículos que ahora me entretienen. Acabado el ritual, cruzo el bar y subo unas coquetas escaleras. En las puertas de los servicios no hay retratos de escritores aún vivos, como le pasó a Manuel Vicent, sino retratos de Modigliani. Giro el pomo de la puerta con el retrato masculino y para mi sorpresa tengo que tirar y no empujar hacia dentro, como es costumbre. La razón es clara: no hay dentro posible. El váter, sin tapa alguna, ocupa practicamente todo el habitáculo y su fondo acuoso se asemeja a un pozo y yo una más que posible víctima. Nos introducimos cual gordo en una cristalería mi mochila y yo. Voy a cerrar el ataúd con servicio de expulsiones cuando me percato que, por no haber, no hay esa materia polisacarída que tantos buenos beneficios hace al conjunto de los humanos. Salgo, pues, en la búsqueda de papel higiénico. Fuera no está así que me dirijo al servicio de mujeres, por lo que no tengo que andar mucho por lo cercano (europeo, diría Stenier) que resulta todo. Saludo a la mujer de cuello largo de la puerta, abro la puerta y me encuentro con otra liliputiense letrina con, ésta sí, un enorme rollo de váter de esos industriales. Lo cojo sin más, vuelvo a mi cáscara de nuez. Me atrinchero dudando de si cabemos todos: mi mochila, el váter, el rollo y yo (si no cabiéramos, no sé a quien dejaría fuera). Me bajo los pantalones y los calzoncillos y me siento en el trono. Para entretenerme compruebo que llego a tocar con mi nariz a la puerta -¿cuántas narices habrán comprobado lo mismo?- y que la apertura inferior de la puerta es demasiado alta para la -atención, hipérbole- poca distancia. Imagino la visión de mis zapatos, mi cinturón y mis pantalones desdel otro lado de la puerta, donde seguro que el tiempo va más lento (la relatividad del tiempo depende del lado de la puerta). Siempre he temido que un granuja me tire del zapato o del cinturón en ese momento. El susto sería mayúsculo. Un calor sofocante me oprime aún más en la cápsula y me doy prisa. Recojo con una elasticidad de gimnasta rusa y me precipito armónicamente fuera del váter model Estación Internacional, más estecho que Gibraltar y más ancho que Castilla. Siento la risa de los de Modi mientras desciendo las coquetas escaleras.
1 comentari:
M'ha encantat
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